martes, 24 de noviembre de 2009

He creído oir un ruido, pero era el ruido del mar...


La intensidad del pensamiento.
La fuerza materializadora de la obsesión.
El riesgo.
La responsabilidad.




JULES SUPERVIELLE


La niña de altamar






LA NIÑA DE ALTAMAR -(Traducción de Viridia Woolf) -


¿Cómo se habría formado esa calle flotante?

¿Qué marinos, con la ayuda de qué arquitectos, la habrían construido ahí en medio del Atlántico sobre la superficie del mar y por encima de un abismo de seis mil metros?

Esa calle larga, con casas de ladrillos rojos tan decolorados que habían adquirido un tinte gris-de-Francia, esos techos de pizarra, de tejas, esos humildes comercios inmutables… Y ese campanario tan calado…Y ese espacio cerrado por paredes vidriadas por encima de las cuales saltaba cada tanto un pez, ese espacio que no contenía más que agua marina y que seguramente pretendía ser un jardín…

¿Cómo se mantenía en pie todo eso sin siquiera ser sacudido por las olas?

Y cómo podía ser esta niña de doce años tan sola...caminando con zuecos y paso seguro por la calle líquida como si caminara sobre tierra firme…

Explicaremos las cosas a medida que se presenten y las comprendamos. Y lo que deba permanecer oscuro así quedará a nuestro pesar.

Al aproximarse un navío antes incluso de su aparición en el horizonte, la niña caía en un sueño profundo y la ciudad desaparecía completamente bajo el oleaje. Así había sido como nunca ningún marino, llegado incluso al término de una larga vida, había visto la aldea ni había siquiera sospechado su existencia.

La niña se creía única en el mundo ¿Sabría al menos que ella era una niña?
No era muy linda. Tenía los dientes un poco separados y la nariz demasiado respingada, un toque de rubor suavizaba su piel muy blanca. Pero la presencia de esta personita, iluminada por unos pequeños ojos grises muy luminosos, os hacía circular por el cuerpo hasta el alma, una sensación de asombro como venida del fondo de los tiempos.

En la calle única de la pequeña ciudad, la niña miraba a veces a la derecha y a veces a la izquierda como si hubiera esperado algún leve saludo de una mano o de una cabeza, alguna señal amistosa de parte de alguien. Simple impresión que ella daba, sin saberlo, dado que nada ni nadie podía venir en esta aldea perdida y siempre a punto de desvanecerse.

¿De qué viviría? ¿De la pesca? Seguramente no. Ella encontraba alimentos en la despensa de la cocina, carne inclusive, cada tres o cuatro días. También había para ella papas, algunas otras hortalizas, huevos de tanto en tanto.

Las provisiones nacían espontáneamente en el interior de los armarios. Y cuando la niña se servía mermelada de un pote, éste quedaba como no tocado, era como si las cosas hubieran sido así un día y así debieran quedarse para siempre.

Cada mañana, media libra de pan fresco envuelto en papel aguardaba a la niña en la panadería, sobre el mostrador de mármol detrás del cual jamás se había visto a nadie, ni siquiera una mano, ni un dedo, empujando el pan hacia ella.

Salía de la cama temprano, levantaba la cortina metálica de los comercios (aquí se leía: Cafetería, y allá: Herrero, o Panadería Moderna, o Mercería), abría los postigos de todas las casas, los enganchaba con cuidado para cuidarlos del viento de mar, y, según el tiempo, dejaba o no las ventanas cerradas. En algunas cocinas encendía el fuego para que el humo se elevara de tres o cuatro techos.

Una hora antes de la puesta de sol, empezaba a cerrar los postigos, y bajaba las cortinas metálicas.

La niña cumplía sus tareas movida por algún instinto, por una inspiración cotidiana que la forzaba a velar por todo. Cuando hacía buen tiempo tendía ropa a secar, o colgaba una alfombra en una ventana, como si fuera necesario que la aldea pareciera habitada.

Y todo el año debía cuidar la bandera de la alcaldía, que estaba tan expuesta.

A la noche se iluminaba con velas, o cosía a la luz de la lámpara. Varias casas de la ciudad tenían energía y ella operaba los conmutadores con toda naturalidad.

Una vez colocó un lazo de crespón negro sobre el llamador de una puerta. Sólo porque le pareció que así quedaba bien.
Y aquello quedó ahí dos días, después ella simplemente lo retiró.

Otra vez se puso a batir el tambor, el tambor de la aldea, como para anunciar alguna noticia. Como si de pronto hubiera sentido un violento deseo de gritar algo que pudiera oírse de un extremo al otro del mar.
Pero su garganta se había cerrado, y ningún sonido salió de ella. Y su esfuerzo había sido tan grande que su rostro y su cuello se habían ennegrecido como los de los ahogados.
Después de aquello guardó el tambor en su lugar habitual, en el rincón izquierdo al fondo de la gran sala de la alcaldía.

La niña accedía al campanario por una escalera de caracol cuyos escalones habían sido degastados por miles de pies jamás vistos. Debía tener unos quinientos escalones, pensaba ella, (aunque en realidad tenía noventa y dos).
Había que recargar al reloj de pesas dándole cuerda con la manivela para que hiciera sonar verdaderamente las horas, día y noche.

La cripta, los altares, los santos de piedra dando órdenes tácitas, todas esas sillas murmurantes que esperaban bien alineadas a seres de toda edad, esos altares cuyo oro había envejecido y quería envejecer aún más, todo aquello atraía y rechazaba a la niña que jamás entraba en la casa alta, contentándose con entreabrir a veces la puerta de capitón, en las horas de ocio, para echar una mirada rápida al interior mientras retenía el aliento.

En una valija de su habitación, había papeles de familia, algunas postales de Dakar, Río de Janeiro, Hong-Kong, firmadas: Carlos o C. Liévens, y dirigidas a Steenvorde (Norte). La niña de altamar ignoraba qué eran esos países lejanos y ese Carlos y ese Steenvoorde.
También conservaba en un armario un álbum de fotografías.
Una de ellas representaba a una pequeña que se le parecía mucho y ella solía contemplarla con humildad, ya que siempre era la imagen la que parecía tener razón, estar en lo cierto.
La imagen tenía un aro en la mano. La niña había buscado algo parecido en todas las casas de la aldea, y un día pensó que lo había encontrado: era el aro de hierro de un tonel. Pero apenas hubo intentado correr con él por la calle marina, el aro se perdió en el mar.
En otra fotografía la pequeña aparecía entre un hombre vestido con un uniforme de marinero y una mujer huesuda y endomingada. La niña de alta mar que no había jamás visto ni hombre ni mujer se había preguntado largo tiempo qué querrían esas personas. Se lo había preguntado hasta en lo más avanzado de la noche, cuando la lucidez llegaba a veces de golpe con la violencia del rayo.

Todas las mañanas iba a la escuela municipal con un gran portafolio que contenía cuadernos, una gramática, una aritmética, una historia de Francia, una geografía.

También tenía un Gastón Bonnier, miembro del Instituto, profesor de la Sorbona, y un Georges de Layens, laureado de la Academia de Ciencias, una pequeña flora con las plantas más comunes, así como las plantas útiles y perjudiciales con ochocientas noventa y ocho figuras.

Leía en el prefacio:
“Durante el verano, nada es más fácil que procurarse en gran cantidad, las plantas de los campos y de los bosques.”

Y la historia, la geografía, los países, los grandes hombres, las montañas, los ríos y las fronteras… cómo explicarse todo aquello cuando no se tiene más que la calle vacía de una pequeña ciudad, en lo más solitario del océano.
Y cuando veía el Océano de los mapas, no sabía que se encontraba sobre él.
A pesar de que lo hubiera pensado un día, durante un segundo. Pero había descartado la idea por loca y peligrosa.

Por momentos escuchaba con una sumisión absoluta, escribía algunas palabra, escuchaba otra vez, volvía a escribir, como al dictado de una maestra invisible. Después abría una gramática y permanecía largo tiempo inclinada, reteniendo el aliento sobre la página 60 y el ejercicio CLXVIII, al que se había aficionado. La gramática ahí parecía tomar la palabra para dirigirse directamente a la pequeña de altamar:

¿--------Eres tu? ¿--- -----piensas? ¿--- -----le hablas? ¿-----quieres? ¿--- -------hay que dirigirse? ¿-------pasa? ¿-- ------se acusa? ¿---- ------eres capaz? ¿--- -----eres culpable? ¿--- -----se trata? ¿-------te dio ese regalo? ¡Eh! ¿-- -----te quejas?

(Reemplaza los guiones por el pronombre interrogativo adecuado, con o sin preposición.)

A veces la niña experimentaba un deseo muy insistente de escribir ciertas frases. Y lo hacía con una aplicación muy grande.

He aquí algunas, entre muchas otras:

- Compartamos esto, ¿quieres?

- Escúchame bien. Siéntate, no te muevas, ¡te lo ruego!

- Si por lo menos tuviera un poco de nieve de alta montaña las horas pasarían más rápido.

- Espuma, espuma alrededor mío, ¿no terminarás por convertirte en algo duro?

- Para hacer una ronda hay que ser por lo menos tres.

- Eran dos sombras sin cabeza que se iban por la ruta polvorienta.

- La noche, el día, el día, la noche, las nubes y los peces voladores.

- He creído oír un ruido, pero era el ruido del mar.


O bien escribía una carta donde daba noticias de su pequeña ciudad y de si misma.
Aquello no se dirigía a nadie, y a su término, no se abrazaba a nadie, y en el sobre, no había ningún nombre.

Terminada la carta, la niña la arrojaba al mar – no para liberarse de ella, sino porque aquello debía ser así – y quizás a la manera de los navegantes a punto de naufragar que liberan en las aguas su último mensaje en una botella desesperada.

El tiempo no pasaba sobre la ciudad flotante: La niña tenía siempre doce años, y era inútil que hinchara su pequeño torso delante del armario espejado de la habitación. Una vez, cansada de parecerse a la fotografía que guardaba en su álbum con sus trenzas y su frente despejada, e irritada contra sí misma y su retrato, desparramó violentamente sus cabellos sobre sus hombros esperando que con ello su edad resultara alterada.
Quizás también el mar alrededor sufriera algún cambio, quizás emergieran grandes cabras de barba espumante que se acercarían para ver.
Pero el Océano había permanecido vacío y ella no había recibido otras visitas que la de las estrellas fugaces.

Pero un día, como en una distracción del destino, como si una hendidura en su voluntad, apareció un carguero.
Era un verdadero pequeño carguero todo humeante, testarudo como un bulldog y bien afirmado en el mar a pesar de estar poco cargado (una bella banda roja resplandecía al sol por debajo de la línea de flotación). Y avanzó por la calle marina de la ciudad sin que las casas desaparecieran bajo el oleaje y sin que la niñita se adormeciera.
Era justo el mediodía. El carguero hizo oír su sirena, pero esa voz no se mezcló a la del campanario. Cada una conservaba su independencia.
La niña, percibiendo por primera vez un ruido que le venía de los hombres, se precipitó a la ventana y gritó con todas sus fuerzas:

“¡AUXILIO!”

Y lanzó su delantal de escolar en la dirección del navío.
Pero el timonel ni siquiera giró la cabeza. Un marinero atravesó el puente mientras expulsaba humo de su boca como si nada sucediera. Los otros continuaron lavando su ropa.
De cada lado de la roda se fueron apartando los delfines cediendo paso al carguero que iba de prisa.

La niña descendió velozmente a la calle y se acostó sobre el rastro del navío, y abrazó su estela durante tanto tiempo, que cuando se levantó, ésta ya no era más que un borde de mar, sin memoria, y virgen.
Volvió a casa, estupefacta de haber gritado: “¡AUXILIO!”, y comprendiendo por fin el sentido profundo de esa palabra. Ese sentido la espantó. ¿Acaso los hombres no oían su voz? ¿O estos marinos eran sordos y ciegos… O más crueles que las profundidades del mar?

Entonces sucedió que vino a buscarla una ola que siempre se había mantenido a cierta distancia de la aldea, en una evidente reserva.
Era una ola enorme que se propagaba a cada lado de si misma mucho más lejos que las otras, y que en lo alto llevaba dos ojos de espuma perfectamente imitados.
Se hubiera dicho que comprendía ciertas cosas y que no terminaba de aprobarlas todas.
Y a pesar de que se formara y se deshiciera cientos de veces por día, jamás se olvidaba de colocarse en el mismo lugar esos dos ojos bien constituidos.
A veces, cuando algo le interesaba, solía permanecer casi un minuto con la cresta en el aire, olvidando su condición de ola, olvidando que tenía que recomenzarse cada siete segundos.

Hacía tiempo que la ola quería hacer algo por la niña sin saber qué. Cuando vió el carguero que se iba comprendió la angustia de la que se quedaba. Entonces muy resuelta, y sin que mediara una palabra, la llevó como de la mano no muy lejos de allí.
Después de haberse arrodillado ante ella a la manera de las olas y con el mayor respeto, la enrolló hasta el fondo de sí misma y la guardó un momento muy largo tratando de confiscarla, con la colaboración de la muerte.
Y la niñita trataba de no respirar para secundar a la ola en su proyecto tan serio.
Ésta no tardó en advertir que de ese modo no podría alcanzar su objetivo, entonces lanzó tan alto por el aire a la niña que ella ya no parecía más grande que una golondrina marina. Luego la recibió y la relanzó como una pelota.
La pequeña siempre volvía a caer entre copos tan grandes como huevos de avestruz.
Finalmente, convencida de que nada le haría nada, y de que no conseguiría darle muerte, la ola la regresó a su casa en medio de un extenso murmullo de lágrimas y de excusas.
Y la niña no había tenido ni un rasguño. Y recomenzó ese abrir y cerrar los postigos sin esperanza. Y ese transitorio desaparecer en el mar cada vez que el mástil de un navío asomaba en el horizonte.

Marinos que soñáis en altamar con los codos apoyados sobre la borda, temed pensar durante mucho tiempo en medio de la noche en un rostro amado.
Correríais el riesgo de dar nacimiento en lugares esencialmente desérticos a un ser dotado de toda la sensibilidad humana que no puede vivir, ni morir, ni amar. Y que sin embargo sufre como si viviera, como si amara, y como si se encontrara siempre a punto de morir.
Un ser infinitamente desheredado en las soledades acuáticas.
Como la niña de altamar, nacida un día del cerebro de Carlos Liévens, de Steenvoorde, marinero de puente del cuatro-mástiles Le Hardi, quien había perdido a su hija de doce años de edad, durante uno de sus viajes, y, una noche, por los 55 grados de latitud Norte y 35 de longitud Oeste, pensó largamente en ella, con una fuerza terrible, para gran desgracia de esa niña.